Como un impulso vivificante hacia esa Iglesia en salida que pide insistentemente el Papa Francisco. Así se vivió este sábado el Encuentro diocesano con el que se cerraba un curso pastoral marcado por las dificultades y restricciones de la pandemia.
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Un curso centrado en la comunión para, desde ella, salir hacia la misión. Y comunión es lo que se vivió en esta jornada, entre más de 150 participantes de toda la diócesis. Comenzando por la oración en la Basílica de San Vicente (“donde se encuentran los orígenes de nuestra fe como Iglesia de Ávila”, recordaba D. José María), los participantes se dividieron después en grupos para acudir a distintos lugares de la ciudad, y visibilizar así la presencia de la Iglesia en la vida ordinaria de nuestras gentes. Primer Anuncio, procesos formativos, presencia en la vida pública y acompañamiento, fueron las temáticas de los distintos talleres que se llevaron a cabo durante la mañana.
Ya por la tarde, tras la comida conjunta en los patios del colegio diocesano, se compartió un panel de experiencias, en el que se presentaron distintas iniciativas diocesanas, como el testimonio de una médico cristiana en medio del sufrimiento y dolor, o el de una catequista sobre la evangelización de los pequeños. Asimismo, desde el Secretariado diocesano de Familia y Vida se informó de las acciones que se llevan a cabo en la diócesis en este Año Amoris Laetitia.
Para terminar, la Catedral acogía una Eucaristía presidida por nuestro Obispo. “Tenemos el mejor de los mensajes. Tenemos la mejor y la más imponente tarea. Llevados a cabo a lo largo de muchos siglos, en la gran carrera de relevos de la historia. Nosotros, en el aquí y ahora de nuestra iglesia de Ávila, seamos para los demás testigos convincentes de la fe en Jesucristo”, pedía Mons. Gil Tamayo.
“Esta Asamblea ha querido visibilizar después de un año duro de trabajo, con restricciones y dificultades, con dolor y sufrimiento a nuestro alrededor, que hemos visto este signo de los tiempos. Como lo vieron nuestros antepasados. Y ellos mantuvieron viva esa fe en Cristo y la transmitieron. Ahora nos toca a nosotros, conscientes de nuestra pequeñez y debilidad”.
Y es que D. José María nos recordaba que, como cristianos, existimos para evangelizar, para anunciar a Jesús. “No existimos para vivir un cristianismo primitivo de pura posesión y bienestar religioso. Ante todo hemos de buscar la santidad, y la transmisión del Evangelio. Hemos de ser esa Iglesia en salida que nos pide el Papa Francisco. En el servicio, en la diaconía, que se pone a los pies de quien más lo necesita”.
“En lo que hacemos cada día sin espectáculo, en nuestras reuniones donde celebramos la fe y recibimos la formación necesaria, hemos de ser transmisores de Cristo. Cargar las pilas para llevar a los otros la luz, para ser esa sal que dé sabor a este mundo insípido”. Una tarea no exenta en ocasiones de desánimo, especialmente en el momento actual. “Es verdad que podemos encontrarnos, como nuestros antecesores en otros instantes de la historia, en momentos de dificultad y tormento. Y puede parecer que el Señor, que va en nuestra barca, se queda dormido. Parece que Dios está en silencio en esta sociedad secularizada. Parece que da vergüenza nombrarlo y molestan nuestras cruces en los caminos, o los signos religiosos en nuestras plazas”.
“En esta sociedad nuestra donde parece que lo cristiano ha quedado en muchos sitios sólo como vestigios costumbristas. ¿Dónde está el ardor, el fulgor de la verdad evangélica?”, se preguntaba nuestro obispo. La respuesta: una llamada a la acción. “Tenemos que despertar a Dios. Tenemos que escuchar también de sus labios que enmudezca lo que nos aflige. Que pasen las dificultades. Y que la Iglesia, nuestra propia barca, sea testimonio pacificado del mensaje evangélico”.