Carta del Obispo: “La conversión de san Pablo y las nuestras”

El día 25 de enero pone fin a la semana de oración por la unidad de los cristianos, de la que tan necesitados estamos, y en ese día conmemora la Iglesia cada año la conversión de San Pablo (Saulo de Tarso). Aquel apasionado creyente judío que consideraba enemigos de la fe israelita a los cristianos y trataba de erradicarlos cuando, como nos relata la Biblia (Cfr. Act 9, 2-30), camino de Damasco fue derribado del caballo por una luz que le deja ciego mientras oye la voz de Cristo que le recrimina su comportamiento.

San Pablo recuerda este hecho como su conversión, como el cambio radical en su vida. Y efectivamente pasó de ser perseguidor de la fe cristiana a apóstol de Cristo y el más extraordinario propagador del Evangelio, el “Apóstol” por antonomasia como será denominado. Ciertamente la conversión se entiende fundamentalmente desde un punto de vista religioso: la vuelta a Dios, a la fe verdadera, del pecado a la gracia. Las hay llamativas y espectaculares en grandes personajes que después han dejado valiosos testimonios de su cambio de rumbo.

No sólo tenemos que mirar al pasado para recordar grandes conversos como san Agustín, san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, sino que también podemos mencionar en tiempo cercano al nuestro a famosos que se convirtieron al catolicismo como Edit Stein (santa Benedicta de la Cruz) o el estadunidense Thomas Merton; o el actor británico Sir Alec Guinness, el político Tony Blair, los actores americanos John Wayne y Gary Cooper; novelistas como Graham Greene y Sigrid Undset; o el gran teórico de la comunicación Marshall McLuhan y el filósofo alemán Dietrich von Hildebrand, por citar sólo a algunos.

Pero también existe otro tipo de conversiones, más discretas e interiores, que sólo conocemos nosotros mismos y Dios. Las hay no sólo de tipo sobrenatural, sino simplemente humanas por las que cambiamos a mejor nuestro comportamiento con los demás, e incluso nos damos cuenta que no podemos hacernos daño a nuestra propia dignidad, a nuestra salud… y rectificamos lo que iba mal, lo que nos hacía daño.

Y es que, llamémosle como queramos, los seres humanos tenemos el privilegio de purificar nuestra memoria con el arrepentimiento, con la conversión, con la rectificación y podemos así desandar de nuestros malos pasos, rectificar nuestros rumbos, rebobinar y corregir nuestro pasado, volver a empezar, cambiar, rectificar… recomponer con las lañas de la comprensión y el perdón nuestros destrozos…, quitarnos del alma el peso de nuestras culpas, de nuestros errores, de nuestras faltas… ¿Qué sería de nosotros si no fuera así?

Para hacerlo necesitamos en lo sobrenatural el empujón de la gracia y perdón de Dios y en lo humano también la ayuda, el apoyo, el ejemplo y la comprensión de los demás.

Los cristianos tenemos la gran fortuna de que podemos acudir al sacramento de la penitencia, a la confesión, de la que nos dice el Concilio Vaticano II que “los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11). La misericordia de Dios nos hace borrón y cuenta nueva en este maravilloso sacramento, que nos devuelve con el perdón de Dios, a través de sacerdote, la paz y la alegría y nos posibilita recomenzar de nuevo en gracia nuestra vida cristiana, como nos enseña el Catecismo (cfr. n.1.422-1.498). Les invito a acudir a este sacramento con frecuencia.

Además de ser una exigencia evangélica, rectificar en lo humano es de sabios, según el decir popular. Cada día podemos tener una buena oportunidad para hacerlo, pensemos en qué tenemos que rectificar… y hagámoslo. Qué bien viene para ello la práctica frecuente del examen de conciencia, que podría resumirse en tres preguntas: ¿Qué he hecho mal?, y pedir perdón a Dios; ¿qué he hecho bien?, y dar gracias; y ¿qué puedo rectificar y hacer mejor?, con propósitos concretos -pocos- y hacederos.  Al menos sería bueno intentarlo ya desde comienzos de año.

Con mi afecto y bendición,

+ José Mª Gil Tamayo, Obispo de Ávila