En el marco de la campaña del Día de la Iglesia Diocesana, y hablando de vocaciones, hemos escuchado el testimonio de Juanjo, el joven diácono de la diócesis, que ha contado su propia historia de cómo supo dar respuesta a una llamada que ni él mismo sabía que tenía.
“La vocación no es algo que caiga como un meteorito, no es algo que uno de repente se levante por la mañana y decida ser cura, sino que nosotros creemos, y así es, siguiendo también la raíz etimológica de la palabra, que la vocación es una llamada, que viene del latín vocare, que significa llamar, es algo a lo que uno se siente llamado. Esto es en mi caso, literalmente. Yo nunca he querido ser cura. Yo quería casarme, yo quería tener hijos. Pero la vocación es algo que sale de uno, que es llamado a algo. Yo siempre tuve el recuerdo, por así decirlo, de que yo sentía que Dios me llamaba a esto”.
“Yo estudié en el Dioce, colegio de curas. Te meten, por así decirlo, el tema de la vocación: es como que parece que tienes que tenerla. Entonces, bueno, yo dije, bueno, pues va unido a esto, no, yo en realidad no lo tengo. Luego fui a la universidad, estudié magisterio y ahí parece que la cosa se olvidó un poco, que se relativizó o que dejaba de tener importancia. Pero luego al final las cosas de Dios, si viene de Dios, Dios es más fuerte que nosotros mismos”.
Explicaba, además, que aquella llamada que sintió pudo responderla “a través del testimonio de un cura. A mí hubo un cura que me cautivó, por así decirlo, en el sentido de que no era la imagen que yo tenía de un cura, de alguien triste, solitario, sombrío, sino que era lo contrario, era alguien alegre, divertido y que era feliz. A mí al final Dios me ganó por la felicidad, por la alegría. A veces también vemos la Iglesia como algo pobre, envejecido, que adolece, que parece que va muriendo, y cuando uno descubre que la Iglesia es joven, pues también eso te supone testimonio”.
“Dios llama a algo grande, Dios te llama a la plenitud, algo que yo siempre también experimenté en mi vida, incluso en la propia universidad. Yo lo tenía todo pero que no terminaba de ser feliz. Al final uno es feliz donde verdaderamente es su sitio. Y eso me pasó en magisterio: yo estaba contento, me gustaban los niños, estaba bien, pero pensaba que la vida no podía ser solo eso, que la vida tenía que ser mucho más”.
“Así decidí entrar en el Seminario. Bueno, esto es una versión muy resumida, porque al final todo tiene más lucha y más confrontación. Entrar al Seminario no quiere decir que mi vida cambiara radicalmente: yo sigo siendo yo, mis amigos siguen siendo los mismos, me sigue gustando lo mismo y lo que no me gustaba sigue sin gustarme. Pero lo que sí que es verdad es que uno siente es que Dios plenifica su vida, que Dios colma los deseos del corazón del hombre. Estamos hechos para la felicidad, no estamos hechos para sobrevivir, ni para ir pasando etapas una detrás de otra sobreviviendo y pasando de una a otra, sino que estamos hechos para vivir la vida en plenitud. Y esto es lo que yo experimento también ahora como diácono, que al final, y antes como seminarista igual, sino que respondiendo a lo que Dios ha ido pidiendo en mi vida”.
“Nada ha saciado mi corazón como Dios, porque al final estamos hechos para lo más grande. Y las cosas de este mundo, aun siendo buenas y lo son, y debemos disfrutar de ellas, pero nada sacia, nada colma, nada desborda la felicidad del hombre como lo hace Dios”.