Iniciamos el mes de junio inmersos en la desconcertante situación a la que nos ha llevado el coronavirus Covid-19. Verdad es que se presupone una tímida normalización en algunos aspectos de la vida ordinaria pero es necesario no dejar adormilar la voluntad, inteligencia y la conciencia en cuestiones que tanto nos humanizan como son la caridad, la coherencia y la responsabilidad.
Seguramente os encontráis aturdidos, como un servidor, ante la avalancha de noticias, de bulos, de cifras inciertas e incluso de voluntades partidistas que por cualquier medio nos llegan, saturando nuestra atención y poniendo en peligro lo que entre todos hemos ido consiguiendo en cuanto a la expansión del contagio se refiere.
¡Cuánto hemos aprendido! El tan llevado y traído “cambio de época” se ha producido de forma repentina dejando atrás muchos aspectos de nuestra vida que parecían inamovibles, incluso de nuestra vida de fe en muchas de sus manifestaciones. Hemos aprendido a diferenciar entre lo esencial y lo superfluo, lo verdaderamente necesario y lo prescindible, también entre la frescura de lo novedoso y lo anquilosado de muchas de nuestras tradiciones o costumbres.
Ante tanta prisa, tanta actividad, tanto ruido se nos ha brindado espacio para la introspección, la relatividad en la actividad y para el silencio, valores que nos devuelven el sentido trascendente de nuestras vidas y la responsabilidad, que no podemos ni debemos evadir, de cada cual para con el prójimo y por supuesto para con nuestra Madre Tierra, nuestra “casa común”.
Creo que el ser humano se había sobrevalorado a sí mismo convirtiéndose en su propia medida, en su propio referente olvidando su finitud y creyéndose dueño absoluto de su vida, incluso de su muerte…
¿Dónde ha estado Jesús de Nazaret? ¿Dónde se encuentra el Señor en esta pandemia que nos está asolando? Seguramente le hemos reprendido porque pensábamos, como los de Emaús, que nos liberaría, que su poder no nos dejaría desprotegidos, que la fe nos serviría como escudo protector ante aquello que nos amenaza. Sin embargo nuestra fe ha hecho posible, también como a los de Emaús, que ardiera nuestro corazón cuando hemos descubierto todo un ejército de hermanos y hermanas que han hecho de su vida servicio para sus semejantes, cuando al contemplar la naturaleza hemos descubierto que ha estallado en belleza cuando nuestro interés la ha dejado en paz, cuando en la sencillez de la mesa de nuestros hogares hemos podido compartir blanco pan y generoso vino sin prisa, anudados a quienes son los primeros en nuestro querer. Ahí ha estado y está Jesús, ahí está el Señor, es el gran misterio de la Encarnación que nos invita a descubrir su presencia.
En unos días la Iglesia nos invitará a la adoración de aquel Pan partido y compartido, humilde apariencia en la que se humilla nuestro Señor y que sin embargo es sacramento de su presencia real, verdadera y sustancial por la que cumple su promesa de estar siempre con nosotros y también sacramento de fraternidad en el que todos nos reconocemos parte.
Sacramento que es don y también tarea, por eso os remito de nuevo al inicio de estas letras:
- Caridad porque todos somos uno en el Señor.
- Coherencia porque hemos de actuar con los demás como queremos que actúen con nosotros.
- Responsabilidad a la hora de ponernos manos a la obra haciendo lo que Él nos diga.
¡Que nadie que mire a nuestros ojos se aparte jamás sin nuestra misericordia!
Aprovecho para agradecer a todos los hombres y mujeres de buena voluntad de nuestra querida diócesis su generosidad, con la certeza que “cada gesto cuenta” a la hora de que todos sientan la ternura que el buen Dios siente por sus hijos.
Antonio Luis Nicolás (Delegado Episcopal de Cáritas Diocesana)