Carta del Obispo: “1 de enero, Jornada Mundial por la Paz”

Los cristianos comenzamos el año dedicándoselo a la Virgen en el misterio de su maternidad divina: Santa María Madre de Dios. Así la llamamos por su nombre y le recordamos su más grande dignidad: ser la Madre de Dios por ser la Madre de Jesús, Dios hecho hombre al que celebramos también en estos días navideños como motivo principal.

Bajo el amparo y protección de la Virgen ponemos los cristianos todas y cada una de las jornadas que se irán sucediendo en este año nuevo que estrenamos hoy: nuestras familias, nuestros proyectos, ilusiones y trabajos: Nuestros afanes y nuestros días. Tantas cosas y razones que dan sentido al esfuerzo cotidiano y al cansancio que nos rinde al llegar a casa cada noche. Y -¿cómo no- le pedimos también que nos conceda salud, sabiendo que cada nueva jornada es un regalo de Dios que hemos de agradecer.

Pero hay un especial deseo de los seres humanos, una necesidad tan importante, que por ella hace rezar la Iglesia a todos los cristianos en el primer día del año: la paz. Y es que éste es uno de los anhelos más codiciados por los humanos y, a veces más difícil de conseguir por obra y en este caso desgracia también de la raza humana.

El Papa Francisco nos señala en su mensaje para la Jornada de este año, bajo el lema La paz, camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica, que “la paz, como objeto de nuestra esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier situación difícil se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.  En este sentido, la esperanza es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables”.

Pero no se puede construir una paz auténtica y duradera si no se basa en la verdad, en la verdad del hombre y de Dios, a fin de que no surjan sistemas basados tanto en el nihilismo que niega toda dimensión trascendente de la persona humana como el fundamentalismo que presenta un rostro falso de Dios y de la religión.

“Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad, o bien el respeto de aquella «gramática» del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre –señalaba el Papa emérito Benedicto XVI en su mensaje para esta fecha en 2006-; cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución del bien de la paz? En efecto faltan los elementos esenciales que constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz como «tranquillitas ordinis», la tranquilidad del orden, es decir, aquella situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre”.

Esto vale también para nuestra vida ordinaria: si observamos el recto orden moral y ético nos aseguraremos por un lado la convivencia familiar y social, y por otro, la paz y la serenidad en nuestro espíritu. En todos los órdenes de la vida nos trae cuenta ser buena gente, aunque a veces nos cansemos y parezca que quienes triunfan son los han perdido todo sentido ético. Pero no es así, al final siempre vence el bien. Al menos esta es una de las enseñanzas de las Bienaventuranzas evangélicas que nos queda por poner en práctica: la de los pacíficos a los que se les asegura que poseerán la tierra (cfr. Mt 25,9).

En cambio, la teoría en la que se empeñan muchos por desgracia: la de la ley del más fuerte, nos ha dejado a lo largo de la historia y sigue haciéndolo un triste y terrorífico balance, que el Papa Francisco denuncia en su referido mensaje al afirmar que “nuestra comunidad humana lleva, en la memoria y en la carne, los signos de las guerras y de los conflictos que se han producido, con una capacidad destructiva creciente, y que no dejan de afectar especialmente a los más pobres y a los más débiles. Naciones enteras se afanan también por liberarse de las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la violencia. Todavía hoy, a tantos hombres y mujeres, niños y ancianos se les niega la dignidad, la integridad física, la libertad, incluida la libertad religiosa, la solidaridad comunitaria, la esperanza en el futuro. Muchas víctimas inocentes cargan sobre sí el tormento de la humillación y la exclusión, del duelo y la injusticia, por no decir los traumas resultantes del ensañamiento sistemático contra su pueblo y sus seres queridos”.

Procuremos en el año nuevo que comienza sembrar algo de bien y seguro que crece a nuestro alrededor, entre la gente que más queremos mucha la paz y serenidad que tanto necesitamos. Procuremos para ello, como nos pide el Papa Francisco, “buscar una verdadera fraternidad, que esté basada sobre nuestro origen común en Dios y ejercida en el diálogo y la confianza recíproca. El deseo de paz está profundamente inscrito en el corazón del hombre y no debemos resignarnos a nada menos que esto”.

¡Feliz año 2020!

+ José María Gil Tamayo, obispo de Ávila