Carta del Obispo: “Final de Año: recuperar la confianza”

Estamos al término del año y es la época de los balances de final de un ejercicio económico y pienso que sería bueno que hiciéramos otro tanto con nuestra vida. Sería aconsejable que en estos días nos paráramos un poco a pensar sobre nosotros mismo, ya sé que es mucho pedir eso a estas alturas del año dada la velocidad con que circulamos por la existencia, la prisa vital que tenemos, pues parece que hemos metido lo de la “alta velocidad” hasta en el alma, sin olvidar el ambiente festivo en que estamos.

Bastaría recordar cuáles eran nuestras previsiones o proyectos para este año que finaliza y si los hemos cumplido conforme a las previsto en el terreno laboral, en los estudios, en la vida de familia y en lo personal: si nos hemos superado en nuestro trabajo, si hemos avanzado y crecido en la armonía en el hogar, en el cariño y aceptación de los de casa. Aunque soy consciente de que estas cosas son difíciles de medir, también hemos de examinarnos si hemos cumplido las expectativas como personas de bien, si hemos crecido en bondad, en valores, en religiosidad, en cariño, en santidad, en definitiva, para un cristiano.

Seguro que, si somos sinceros, en esto como en tantas otras cosas de la vida, va mucho del “dicho al hecho” y puede que, incluso, hayamos tenido un mal año en el que no han faltado desgracias, sufrimiento, enfermedades, e incluso hayamos sufrido de manera cercana el golpazo de la muerte. Esta distancia entre las humanas previsiones y los resultados reales quizá produzcan en nosotros la decepción, la desilusión, y como efecto secundario hasta el desaliento. Eso es algo que no puede pasarnos si somos realistas de verdad.

Verán, a poco que nos conozcamos a nosotros mismos y tengamos ya una cierta experiencia de la vida nos damos cuenta de que el error y el errar forman parte de lo humano ya desde los comienzos, sin que reconocer eso signifique pactar con la mediocridad de por vida o cortar toda tentativa de superación, pero sí nos llenará de humildad para no desanimarnos o frustrarnos cuando comprobamos que no somos perfectos, que no llegamos donde esperábamos, que volvemos a las andadas, que los propósitos de la enmienda de mejora nos duran sólo unos días y volvemos a los defectos de siempre.

 Pero tenemos solución para nuestra debilidad, y nunca está en la desesperanza. El propio san Pablo hace esta confesión de sí mismo: “Realmente, mi proceder no lo comprendo pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta…¡Pobre de mí! ¿Quién me librará? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7, 15-25).

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es efectivamente quien nos hace recobrar la esperanza. Él nos ha dicho que Dios nos perdona no sólo siete veces, sino setenta veces siete, es decir siempre (cfr. Mt 18, 21-22). Nos pone la cuenta a cero cuando acudimos a su perdón, nos saca de números rojos. Él sí que tiene confianza en que tú y yo mejoremos… Dios siempre nos da nuevas oportunidades. Ahí está el sacramento de la Penitencia. Vamos a dárnosla a nosotros mismos y a los demás con nuestra comprensión hacia ellos, ya que si a nosotros nos cuesta ser buenos por qué nos extraña que a los demás les pase igual. Ayudémonos unos a otros a lograrlo.

El año nuevo es una oportunidad para ser mejores. No olvidemos que Dios está empeñado en ello y lo consiguió con los apóstoles, que no estaban exentos de defectos como nos muestran los propios evangelios, ¿por qué no había de hacerlo con nosotros? No perdamos la esperanza.

Con mi afecto y bendición, les deseo lo mejor para 2020.

+ José María Gil Tamayo, Obispo de Ávila